miércoles, 30 de enero de 2008

En el andén.


Aquella mañana, en la estrecha banca del andén. Pensé medio dormido en los planes a futuro y en la idea de mantener una esperanza más que duradera en nuestro destino. Sonreí con la imagen de vernos permanecer en un estado de felicidad indiferente por el solo hecho de estar juntos uno al lado del otro, uno frío y el otro caliente. Uno despierto y el otro medio dormido.
De cierta manera no me eran ajenos los presagios del futuro que nos esperaba. Soñaba con mi río, con las señales del tren que se inclinaban hacia mí y me miraban con ojos de luces, con el deslizar de los trenes que siempre van hacia arriba y vuelven hacia abajo, en el sórdido sonido de las rieles al descansar en sus durmientes. Con los vagones llenos de gente, de sueños de esa gente, con los arboles y nubes que también llevaban dentro.
Pero seguía soñando despierto esperando la hora de partir, permaneciendo a tu lado. Protegido por ti. ¿En dónde estabas cuando más te necesitaba? ¿Te preguntaste alguna vez donde podría estar? Que jubilo y que furia el saber que te tengo.
De pronto el andén y su aire se llenaron de silencio. Estar contigo me hizo sentir estrechos hilos de los confines de mis islas para abrirse a los extensos e insólitos espacios de tu mundo. Como si el todo nos perteneciera.
Al igual que un paciente esperando a que le examinen,supe que tenías algo mágico dentro de ti, me sentí como un genio liberado del encierro de una lámpara. Siendo quizás demasiado ingenuo de lo que significa el amor pero sin más que aceptación vacilante.
Entre ojos mire el reloj y supe que pronto partiríamos. Pero yo seguía pensando en tu desnudes sobre la cama, en como tu larga espalda blanca giraba hacia un lado. Te estaba agradecido por tu auto suficiencia pues dependo de ti y tú no de mí. Porque te adoro por no adorarme.
Algo cambio en el aire y supe que eras tú que te movías pues nuestro tren había llegado. Un beso tuyo viajero que recorría mi mejilla y que le vi correr por mis venas con tanta claridad como se ve descender un huevo por el cuello de la avestruz. Un beso que retornaría a la infancia a cualquier guerrero y a mí del sueño. Desde las yemas de los dedos hasta los de los pies.
De pronto supe que habíamos llegado. No giré la cabeza pero pensé: está aquí. Conmigo.

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